sábado, 4 de abril de 2015

El misal y la serpiente

Encontré este libro, hace unos ocho años, en la librería Nuevos Horizontes que queda frente al Mercado Central. Se trata de un libro de la autoría del Dr. Jorge Torres Castillo, publicado por la Editorial del Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1969.

   Su contenido, además de extraño, me llamó la atención por los 17 dibujos del artista Juan Villafuerte que aparecen intercalados dentro del libro.

   Se trata, como se apunta en la portada, de antipoesía, lo que no puedo asegurar o descartar, ya que quizás precisamente allí resida el asunto antipoético. En generarnos la duda sobre si lo que estamos leyendo tiene la calidad poética necesaria para oponerse a sí misma.

   Los textos son fuertes, animados por una especie de "venganza" contra cierto puritanismo de la época. Se revuelcan en el frenesí de sí mismos, organizando líneas sumergidas en sarcasmo y rebeldía.

   Me parece que es un libro de indudable valor poético (o antipoético) que desapareció de los libreros, de las citas de los estudiosos de la poesía, así como de las manos de los poetas que pesquisan los libros recomendados por dichos estudiosos. 

   Con el asunto del sarcasmo, he tenido siempre mis dudas en lo referente a la lírica. Me parece que el sarcasmo y la ironía son más que necesarias herramientas para la narrativa, pero no tanto para la poesía que está siempre desnudando alguna crisis en medio de un torbellino de lenguaje. Sin embargo, entiendo también que esta poesía, por ejemplo, hace uso del sarcasmo (como lo hiciera el mismo Nicanor Parra) para desde ese punto de inflexión dispararse de un modo salvaje e irreverente hacia otras indagaciones éticas.

   No se queda en el desparpajo ni en el chiste.

   Termina siendo una poesía salvaje contra Dios y contra el Hombre.

   Ubico, a continuación, un texto de este libro, así como cuatro dibujos de Juan Villafuerte.


LA CONDENA DE ADÁN

Por vegetar con los testes al aire,
por eyacular mirando a eva
al pie del árbol de manzanas,
por orinarse en el paraíso sin permiso de dios,
por comerse la fruta del deseo sin fornicar,
por ocultar a dios entre las piernas,
lo condenaron a ser hombre.
Y desde entonces
sólo cree en su ombligo,
en su apellido,
en el número que le corresponde.
Desde entonces se corta los callos de los pies,
se hurga las muelas con los escarbadientes,
busca los crucifijos bajo las almohadas,
se vuelve como un perro tras sus pulgas.
Desde entonces
hace su propia misa sobre los retretes,
se embriaga con el vino de los mártires,
hace banderas con las camisas de los muertos.
Se orina para arriba,
eyacula en las bocas,
se crucifica entre piernas y brazos,
se invierte y se revierte como una bolsa.
Y luego, desde el fondo,
desde la profana raíz de su estructura
se yergue victorioso, impoluto, satánico,
y se ríe de los hímenes pontificados de las santas,
escupe en el fondo de un cáliz
y luego, como un burro, se restriega impúdico y eréctil
sobre las hojas del misal.
Y dice amén.
Ora pronobis.
Kirieleison.
Persecula seculorum.
Y para concluir la extraña misa
escala un crucifijo,
baila un twist sobre la corona de espinas,
y luego desnudo, ampuloso, pletórico,
engreído y blasfemo,
pone sus nalgas sobre los hombros de cristo.
Y cree en dios. 













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