jueves, 16 de enero de 2020

HACIA LO POLÍTICAMENTE CORRECTO (Un ejercicio personal de memoria)


Resultado de imagen para políticamente correcto 


     Demanda de más valor ir contra la corriente, tener razones por cuenta propia, informarte y atreverte a decir, a pesar de que aquello pueda costarte el exilio de tu mundo, que sumarte a una masa que pretende organizar la realidad haciendo eco de tendencias. Las redes impulsan a un colectivismo espectral, a ratos, irracional y violento. Y a ratos, necesario y conmovedor. Lo que allí sucede es un espectáculo diario que nos produce aversión y entretenimiento, mientras alguien más lleva la cuenta de la acumulación de algoritmos en que nos terminamos convirtiendo. Quizás estamos arribando al momento en que debemos defendernos de Facebook (dueño de Instagram y de Whatsapp), en tiempos donde lo que dices aparece de pronto en tu email. Parece un acto de magia, pero se llama publicidad e invasión de privacidad. Aunque a nadie le importa. Porque tenemos problemas más urgentes.
     Como el machismo que campea en la literatura nacional.
     En este mismo medio leí el año pasado, por tres días consecutivos, varios artículos que denunciaban cosas al respecto, como el escaso protagonismo de la mujer en las letras ecuatorianas, la falta de apoyo y los seudónimos que debieron emplear para escribir. Eran artículos con entrevistas a escritoras, a quienes respeto y estimo, que terminaban de algún modo plasmando en la mente del lector la idea de un país dividido en el que los hombres se habían repartido el botín literario, apartando a toda mujer que se les pusiera en frente. Artículos que seguían la línea de poner en evidencia una desigualdad (desigualdad que es necesaria exterminar; ya que no hay manera de justificar el machismo social con el que crecimos y, algunas veces, terminamos reproduciendo) más que la intención de generar una discusión.
     Principalmente no concordé con la acotación sobre Gabriela Alemán. Debo decir, desde mi experiencia -que es desde donde escribo esta columna para el lector común-, que cuando empecé a viajar a ferias y congresos literarios internacionales, hace quince años, siempre me preguntaron por esta autora. Publicada y reconocida ampliamente en otros países. Más que por Javier Vásconez, que es lo que apunta una cita de ese artículo. Tampoco concordé con el ninguneo de la crítica y la falta de atención a una autora como Sonia Manzano. Quizás porque mucha de la crítica literaria (reseñas, no textos de investigación) en este país no es otra cosa que una fabricación de elogios pactados previamente entre un grupo de amigos con cierto poder en el medio. Y porque la construcción literaria de los cánones en Ecuador ha sido realizada por hombres pero también por mujeres. De hecho, valdría revisar esto, pero podría asegurar que he leído más crítica literaria elaborada por mujeres que por hombres ecuatorianos. Sobre todo en los últimos años.
     Incluso, en el mismo artículo se tensa una contradicción, cuando se expone que la poeta Sonia Manzano[1] no solo recordaba a su madre como un apoyo para publicar sus primeros libros, sino también a tres hombres: Euler Granda, Carlos Eduardo Jaramillo y Rafael Díaz Ycaza.
     No se debe negar el machismo, pero tampoco se puede pecar de engordar una pesadilla (en nuestra literatura) para colaborar con una tendencia que persigue cabezas y aguarda por linchamientos. Quien no escucha razones no las requiere. Leo en Wikipedia que el libro Bruna, soroche y  los tíos de Alicia Yánez Cossío, obtuvo el Premio Ismael Pérez Pazmiño en 1971; y que «varios escritores varones que también habían participado en el concurso criticaron la victoria de Yánez, acusándola de haber plagiado Cien años de soledad». Argumento sobre el machismo del que se continúa tirando por una entrevista de 2010 donde la autora relató esto. Sin embargo no se da nombres de los escritores que la acusaron. Y al tratarse de otros participantes que perdieron, pues es lo más lógico. A veces, pasiones y controversias se desatan después de un fallo. La información que sí aparece, en cambio, es como Francisco Tobar García declaró la publicación como «el nacimiento de una gran novelista»; o lo que escribió Michael Handelsman: «la novela más importante que una mujer ecuatoriana haya escrito». Y lo aseverado por Benjamín Carrión: «que Yánez había creado una nueva forma de novelar en las letras patrias».   
     Desde mi experiencia como editor en Fondo de Animal Editores, puedo contar que nuestra primera publicación fue La edad anaranjada de la poeta uruguaya Marosa Di Giorgio en el 2012. A quien jamás seleccioné por ser mujer, sino por su enorme calidad. Y como lector y fan, vale resaltarlo, he leído y tenido la fortuna de mantener amistad con poetas como Luisa Futoransky, Victoria Guerrero, Paula Ilabaca y Carmen Berenguer, entre otras. Y en Ecuador, Sonia Manzano, Aleyda Quevedo, María Paulina Briones, Rocío Soria, Andrea Crespo, Ana Minga y Mónica Ojeda. Potentes poetas a quienes en algún momento reseñé, edité o incluí en antologías. De la literatura más reciente, reconozco en Amanda Pazmiño una voz importante que aportará mucho en la poesía. Así como guardo, de los talleres que di en 2017 en la Universidad de las Artes, la agradable sorpresa de presenciar el nacimiento de una poeta increíble y genuina como Melanie Moreira. Algunos textos suyos se publicaron en la antología Tela de araña. Textos y pre-textos, que preparamos con el escritor Huilo Ruales.
     Yendo un poco más atrás, en el año 2002 asistí por primera vez al Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana Alfonso Carrasco Vintimilla, que es el más importante espacio de diálogo sobre nuestras letras, seguido de cerca quizás por el Congreso de Ecuatorianistas. Ese pequeño mundo, uno que está siempre de espaldas a la verdadera política, a la real economía de las gentes, a los verdaderos sufrimientos (porque debemos dejar la demagogia, los escritores hacemos política con la literatura, de acuerdo, pero desde cierta abstracción; la literatura jamás podrá recuperar la vida de millones de víctimas de la economía y la política), contaba con críticas literarias, poetas y escritoras que eran sumamente respetadas. Entrego nombres: María Augusta Vintimilla (quien dirigía el Encuentro y lo dirigió por algunos años más), Cecilia Ansaldo, María Rosa Crespo, María Eugenia Moscoso, Sara Vanegas, María Fernanda Espinosa, Mercedes Mafla, Gabriela Alemán, Catalina Sojos y Jackeline Verdugo, entre otras. Todas ellas, excelentes expositoras. Capaces de desbaratar cualquier argumento y de levantar análisis y estudios necesarios sobre lo que ocurría en nuestra literatura. Así como sobre lo que ocultaba también nuestra literatura. Y esa es la imagen que preservo: la de un país con una realidad literaria donde las mujeres y los hombres convivían dentro de un margen de respeto y admiración mutua. Por ejemplo, en las Memorias del Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana del 2008 se pueden registrar más de veinticinco conferencias, mesas y diálogos protagonizados por mujeres.
     Para que esto no quede como la ensoñación de un poeta de veinticinco años que asistía por primera vez a un Encuentro, ahora quiero moverme aún más atrás, a mis años como estudiante en la Universidad Católica Santiago de Guayaquil. A mí no se me olvida quienes fueron mis maestras. Considero que no está de más asentar que no hay oficio tan generoso y exigente como éste. Y que aquellos que contamos con la fortuna de al menos haber tenido un buen maestro en nuestra vida lo recordaremos para siempre.
     La Facultad de Comunicación y Literatura, en el año 1997, estaba encabezada por la decana Cecilia Vera de Gálvez (a quien le debo mi entusiasmo por Cortázar, y otros autores); Cecilia Loor; Rocío Castro, quien daba Semiótica; Catalina Arosemena, rigurosa profesora de Lengua; Cecilia Ansaldo, Mónica Franco, Gilda Holst, Norma de Luca, Carolina Andrade, Raquel Nolly y María Augusta Centeno, entre otras. Sí, hace veintitrés años. No puedo aseverar que eran la mayoría, esto lo desconozco, pero sí puedo asegurar que eran de una importancia vital. Que imprimían en los alumnos una admiración y un temor reverencial. Y que sus clases fueron fundamentales para quienes estábamos allí para aprenderlo todo. No puedo imaginar la realidad llena de desigualdades que les tocó vivir, ante la que decidieron formarse y luego formar estudiantes. Tampoco es fortuito el hecho de que futuros premios nacionales (e internacionales) hayan salido precisamente de sus aulas.
    Quizás valga traer a colación en este momento los talleres literarios de Miguel Donoso Pareja, por donde pasaron un sinnúmero de escritoras: Gilda Holst, Mariela Manrique, María Leonor Baquerizo, Lola Márquez, Liliana Miraglia, Martha Chávez, Ángela Arboleda, Carmen Vásconez, Maritza Cino, Yanna Hadatty, entre muchísimas más. Miguel Donoso jamás rechazó en sus talleres a una mujer por ser mujer. O escogió más hombres por el simple hecho de ser de su mismo género. Su criterio, así me lo parece, se guiaba por lo netamente literario.
     En mi biblioteca reposan Diez escritoras ecuatorianas y sus cuentos de Michael H. Haldelsman, publicado en 1982; y Cuentan las mujeres: Antología de narradoras ecuatorianas de Cecilia Ansaldo del 2001. Otro ejemplo a considerar es la antología Mensaje en una botella, de los talleristas de Miguel Donoso Pareja, publicado en 2002, donde hay seis mujeres y cuatro hombres incluidos. Libros muy recomendados; allí el lector podrá encontrar joyas como La marcha de los batracios de Lupe Rumazo. Y nombres de autoras poco recordadas como Carmen Acevedo Vega y la cuencana Mary Corylé.
     En la actualidad, y esto es algo que lo sabemos los escritores que damos talleres y asistimos a charlas de nuestros libros, son las mujeres quienes leen más que los hombres. En Guayaquil es así; lo he comprobado en la Feria del Libro, en mis charlas y en mis talleres con PalabraLab. Es bueno que así sea. Y me alegra pensar que la literatura, ante una realidad de satisfacciones inmediatas y de redes que perpetúan la distracción, siga creciendo. Que no mueran la escritura ni la lectura.   
     Una fuerte presencia de mujeres en nuestra literatura es lo que vi. Pero también de hombres, por supuesto. Y la desigualdad, como una consecuencia histórica, es tan real en el mundo del arte como lo es en el mundo del deporte y de otros oficios. Sin embargo jamás participé de una mesa, asamblea, jurado ni diálogo donde estuvieran hombres decidiendo entregarse recompensas, premios, publicaciones, puestos de trabajo, por el mero hecho de ser hombres con órganos masculinos. Y es en esta falacia, en esta construcción pública de un supuesto delito, obviamente comprobable desde la desigualdad histórica[2], en que observo una escalada de odios y ensañamientos. Algo que, al parecer, bajo la consigna de «los hombres vienen haciéndolo por años», lo que pretende normalizar es la corrupción y el arribismo de los clanes en las esferas de nuestra literatura.
     Nuestra literatura, la ecuatoriana, que es de la que hablo (no me atrevo a expresarme de otras), adolece de la conformación de clanes desde la capital que persiguen una carrera por el canon. Y de esto hay indicios. Y secuelas que incluso son rastreables en textos de crítica literaria y de colegio (por ejemplo, el texto Lengua y Literatura que distribuye el Ministerio de Educación tiene enormes, realmente enormes ausencias). Valdría para algo contabilizar con rigurosidad cuántos autores que no residen en Quito accedieron a los Fondos Concursables (que de por si tienen problemas), en la modalidad artes literarias y narrativas, en los últimos tres años, para poder continuar con sus trabajos en un medio tan difícil como es el nuestro. Donde ser al mismo tiempo librero, editor, escritor, profesor y publicista parece ser la única consigna, la única posibilidad para sobrevivir de la literatura. O cuántas editoriales –no quiteñas- forman parte del Plan Nacional de Lectura para las ediciones que se darán este 2020. O si el número de escritores y editoriales que viajan a las ferias internacionales posee alguna equidad, no sólo de género, sino por regiones. Conozco autores que no han viajado ni una sola vez, invitados por el Ministerio, y que cuentan con obra publicada. 
     Nuestra literatura adolece de autores no visibilizados: hombres y mujeres. Desde David Ledesma hasta Lupe Rumazo. Desde Hugo Mayo hasta Ileana Espinel. Así como de gente que ubica a sus amigos en puestos como editores o directores sin pasar por concursos públicos aunque se paguen esos sueldos con dineros públicos. Sólo porque son de su cofradía. Gentes que se premian y se ponen de jurados sin la menor vergüenza.  
     Abro paréntesis: se concursa por razones monetarias y editoriales. Un premio siempre estará ligado a la mirada estética de un jurado conformado con cierto azar (¿?). No es ciento por ciento una garantía. Pero, por otro lado, restarle valor a un premio tampoco es la solución. Ante una realidad literaria como la nuestra, de pocos lectores (porque ¿cuántos libros vende un poeta o novelista ecuatoriano al año? ¿60? ¿100? ¿Menos? Preguntar a libreros), un premio legitima lo que no puede hacer una lectoría. Es algo que terminará justificando que esos autores aparezcan el día de mañana en libros de estudio para colegios, y accedan a cátedras universitarias o puestos importantes burocráticos de gestión cultural.
     No es posible exigir pruebas sobre si un concurso fue o no manipulado. Porque ¿qué hay que entregar? ¿Audios? ¿Mensajes de texto entre los jurados? Es absurdo pedirlas. Si los jurados no discuten, si hay una agenda previa, si no se quiere oír argumentaciones, porque una mayoría, en amistad y contubernio, tira hacia un solo lado, eso es todo lo que hay. Pero es suficiente. Este medio literario es pequeño, tan pequeño que todos conocemos a casi todos sus miembros, y el móvil de ciertas dinámicas grupales. Entonces lo que nos queda es realizar preguntas como las que haré a continuación, con el ánimo de que algún lector se las realice en el futuro: ¿Por qué se repiten por años consecutivos los nombres de algunos jurados de los Premios del Municipio de Quito? ¿Se los elige a dedo o por concurso? ¿Bajo el paraguas de cuál argumento un periodista y editor, sin trayectoria en la crítica de poesía o edición literaria, se convierte en jurado de un premio internacional de poesía en Cuenca? ¿Qué significa que una novela de una autora ecuatoriana que cosecha lectores y reseñas favorables, no alcance ni una mención de honor en los premios del Municipio de Quito, pero un año después termine como finalista en la Bienal Internacional de Novela Mario Vargas Llosa?
     Por eso nuestra literatura es inmadura. No solo porque no tolera las críticas. Sino porque fabrica una realidad ilusoria. Pero no importa. Porque, en definitiva, ¿qué entiende de poesía un banquero que entrega un premio en metálico? ¿O un Alcalde y un Ministro que delegan? Y esto es algo que viene sucediendo desde hace décadas. Y poco tiene que ver con el género sino con colonialismos, comportamiento tribal y menosprecios no superados.
     Únicamente en un país como el nuestro, por ejemplo, un autor como Antonio Gamoneda (Premio Reina Sofía y Premio Cervantes) no logra pasar la etapa preliminar de un concurso de poesía. Y esto no se trata de óptica ni de gustos. Porque este ejemplo, por pequeño que parezca, lo exhibe todo. Ese mínimo gesto podría compararse con el que en una hipotética bienal de pintura en el Ecuador, del siglo pasado, un jurado ecuatoriano descartara el trabajo de Pablo Picasso. Un ridículo histórico que no debería olvidársele a nadie.
     No caer en provocaciones en estos tiempos ya es un mérito. Cuando gané el año pasado el Premio Miguel Donoso Pareja, se aclaró en un artículo que «este premio lo habían recibido hasta ahora cuatro hombres». Aclaración que era una provocación más que cualquier otra cosa. No se le mencionó al lector que acaso era yo el más joven en ganarlo. O el segundo guayaquileño. Se quiso dar a entender al lector algo parecido a esto: ojo, aquí pasa algo, quizás se trate de hombres premiándose entre ellos. Lamentable y sin piso, porque a este concurso se presentan obras con seudónimo, por lo que el jurado no puede saber con certeza si quien ha escrito una obra es hombre o mujer. O tal vez se trate de otra consigna. ¿Quizás se trata de que debe premiarse a una mujer a como dé lugar?[3] Cosa que sí me tocó presenciar. Aunque en otro país.
     El año pasado, en calidad de jurado del Premio Iberoamericano Pablo Neruda, presencié cómo dos poetas chilenos (Manuel Silva y Mauricio Redolés) optaron por votar por una poeta por el hecho de que, argumentaron así frente a la Ministra de Cultura de ese país, había existido décadas de discriminación. Y aunque ambos vates aceptaron ante la prensa no haber leído a dicha poeta antes, se sentían felices por realizar tal reivindicación. O sea, se entregó un premio a una poeta, de calidad por cierto, pero no por razones literarias. Sino por hacer lo políticamente correcto.
     En todo caso, a estas alturas, ya deberíamos saber que lo políticamente correcto es el camino hacia la muerte del arte.  

*Texto remitido a la redacción de Cartón Piedra el día martes 14 de Enero de 2020. El impreso podrá leerse en la edición de febrero de Cartón Piedra - Diario el Telégrafo.



[1] Sonia Manzano, gran poeta, pianista y novelista, fue la primera Subsecretaría de Cultura (2007- 2009) del Guayas, cuando se formó el Ministerio de Cultura. Ya para entonces La Casa de la Cultura de Quito había reunido su poesía en la colección Poesía Junta. Y había ganado su tercer premio literario. Además de aparecer en la colección de las novelas publicadas por La biblioteca del Municipio de Guayaquil, bajo el cuidado de Javier Vásconez.

[2] Nuestro país, machista y discriminador (pero sobre todo con las etnias), ni de lejos puede intentar asemejarse a sucesos discriminatorios de otras naciones. Aquí, por ejemplo, no se ha pagado menos a dos funcionarios del mismo rango solo por el hecho de que uno fuera mujer. Pero sí se ha pagado abismalmente menos a los escritores ecuatorianos que a los internacionales en las ferias del libro organizadas por el Estado. Si algo nos ha mostrado la pobre sicología de nuestra idiosincrasia es que valoramos lo internacional sobre lo nacional.
[3] Quizás es tiempo, para paliar en algo la desigualdad histórica, que dependencias públicas y privadas ecuatorianas organicen premios literarios dirigidos únicamente a mujeres, como sucede en México y España. ¿Y qué hay de las otras desigualdades históricas que no han sido atendidas?

lunes, 17 de julio de 2017

Puntapié inicial: ¿Una nueva generación de poetas suicidas?



De la columna Escritor Lector, del suplemento CartónPiedra

Cuando empecé este artículo, pensaba escribir una reseña sobre el libro Egagrópilas del pintor y poeta lojano Kelver Ax. Sin embargo la factura de su libro y su temprana muerte me llevaron a reflexionar sobre otros cuatro poetas que se suicidaron en el país desde inicios del siglo XXI. Los lectores están al corriente de la llamada Generación Decapitada, grupo formado por los poetas suicidas: Medardo Ángel Silva, Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja y Humberto Fierro. Curiosamente desaparecidos en las primeras décadas del siglo XX. Al parecer, un cambio de siglo genera algún cambio en la sensibilidad, o una ampliación de la perspectiva de la muerte.

En Quito, a inicios del siglo XXI, se suicida Cachivache (nombre con el que firmaba sus poemas Oswaldo Calisto Rivera), con apenas 20 años. En Guayaquil, en 2007, la poeta Carolina Patiño se quita la vida con menos de 20 años. En 2011, en la misma ciudad, la poeta Dina Bellrham de 26 años —o habiendo cumplido los 27— se suicida. Volviendo a Quito, en 2013, la poeta Cecibel Ayala, de 27 años, toma la misma opción. Y para finalizar, en Loja, en 2016, Kelver Ax (nombre con el que firmaba sus libros Kléber Ajila Vacacela) se suicida con apenas 30 años.

Algo los une, aunque aquello que los vincule esté aparentemente en las sombras de lo que late en una existencia en crisis. Sin embargo, literariamente —que es de lo que me compete hablar—, aquello que los une, al menos en tres de los casos (Carolina Patiño, Cecibel Ayala y Kelver Ax), sea el haber elaborado una propuesta inmadura que ha sido preservada por alguna forma de nostalgia nacional ante este tipo de personalidades artísticas. Cuando un escritor toma la opción del suicidio inmediatamente emergen los críticos, los amigos, los curadores de arte, el gran consenso nacional que ve en un muerto a un gran autor. Y no es necesariamente así.

Punto y aparte: los suicidios de César Dávila Andrade y David Ledesma nada tienen que ver con la grandeza de sus poemas. Lo primero es anecdótico, y allí es donde debe residir, en ese lugar donde pueden hasta merodear sus romances. Lo segundo, su poesía, se sostiene en un espacio mucho más amplio y generoso con el futuro.

Carolina Patiño se estrenó con el poemario En las costillas de Adán, libro de corte erótico, asumiendo una postura sumisa que ningún poeta debería: confinarse al género al momento de confeccionar su poesía. Sí, el poeta experimenta el mundo a través del cuerpo (¿y quién no lo hace?), pero su sexualidad no debería convertirse en toda la fuente de su trabajo. Se trata de poemas de corto alcance y que rebotan de un lado hacia el otro en lo mismo: su cuerpo y el desencanto del paraíso. Predomina el erotismo. Algo, en nuestra lírica, revisitado muchísimas veces y que no ofrece al lector nuevas perspectivas.

El cazador fue el primer libro de Cecibel Ayala. Y es un poco más de lo anterior, aunque Ayala hace uso de un lenguaje poético más depurado, menos prosaico (y recurre a figuras femeninas más rebuscadas, como las de la rebelde Lilith y la de la diosa de la fecundidad Ceres) enfrentando al lector a cierta oscuridad y extrañeza dentro de esa batalla con el cuerpo y la posesión del amante.

Se trata de autoras que estaban desarrollando su lírica, y que al tomar el suicidio como decisión, trabaron la evolución de un trabajo que seguramente nos hubiera otorgado momentos de lectura de mayor intensidad.

Punto y aparte: en Ecuador se han editado buenos libros de poesía en los últimos años. Lo que ha sucedido dentro de una avalancha de publicaciones que, desde 2010, ha pasado con una inusitada rapidez y algo de descuido. Sin embargo puedo mencionar algunos libros que encuentro necesarios, y que, a pesar de la diferencia de sus propuestas, son obras bien logradas y que producirán un viaje para el lector de poesía. Por ejemplo: Poesía reunida 1970-2004, de Iván Carvajal; Barrido de campo, de Juan José Rodríguez; B2, de Paúl Puma; El ciclo de las piedras, de Mónica Ojeda; Tratado de los bordes, de María Paulina Briones; Introducción al pánico, de Tyrone Maridueña, y Atar a la rata, de Esteban Mayorga. Este último, de próxima aparición.

En abril de 2016, la Casa de la Cultura, núcleo de Loja, publicó Egagrópilas, del extinto pintor y autor lojano Kelver Ax. El libro había sido galardonado con el Premio Nacional de Poesía Alejandro Carrión en febrero de ese mismo año, es decir que se trató de un premio post mortem, pues el autor había fallecido en enero.

Reparando en su prólogo, debo decir que no me queda claro a qué se refiere su autor cuando dice que «no hay nada de céntrico en estos poemas, sino que la periferia se expresa desde su lugar natural: el intersticio, incluso la clandestinidad» (¿?). Tampoco entiendo la poca crítica que existe hacia su plástica, la que considero de una técnica particular, y que debería tener un sitial.

Egagrópilas está conformado por poemas de diferente fuerza. Al mismo tiempo que de diferente intención. No puede considerarse, por ende, como un libro completo, en su consciente sentido estructural. Lo que tampoco significa que sea un mal libro de poesía. Es simplemente irregular, pero con ciertos poemas de una belleza repentina, como aquel que se titula ‘Atalayas’: no hay Oso que lleve dentro otro oso/ ni un Jaguar que sepa de su nombre/ tampoco un Cardenal sabe que su canto es un canto/ en la carne —extensa noche— / queda el frío de las cosas/ se va el árbol/ se va en su tronco/ y dios se queda/ aunque no esté. Y aquel poema titulado ‘Crossover’, que debe ser uno de los poemas más extraños, de nuestra lírica, que he leído.

El libro abre con un poema a su ciudad (Loja), y de allí comienza a desvariar en su sentido. Hay poemas a un «tú», que es el mismo poeta. Otros poemas están dirigidos a un «tú», que es algún personaje amatorio. Hay otros poemas que aparecen como homenajes y que no trascienden ese sentido (como en el caso de ‘No soy Celan’ y ‘Sobre escritura de Sollozo por Pedro Jara’). Hacia el final del libro asistimos a poemas sobre la guerra y paladeamos unos personajes que parecen formar parte de una cartografía completamente distinta a aquella con la que comenzó el libro: Loja y el bosquejo de la ciudad del poeta, la derrota de la memoria y el dolor de la carne entrando en la oscuridad de los otros.

Un libro de poemas puede ser también una recopilación antojadiza de su autor. Sin embargo, sospecho que un libro debe guardar una estructura que prometa un viaje y no un quiebre del propósito estético que lo organiza. En este caso, Egagrópilas produce una desazón que deja al lector a la espera de un hilo conductor, o de algún poema, que recupere el entusiasmo por continuar su lectura. Celebro, sin embargo, un retorno hacia la palabra despojada del exceso de adornos informáticos, cibernéticos y tecnológicos, que inundaron sus libros anteriores (Pop-up yCu4d3rn0 d3 4r3n4), con el anhelo de dotar de contemporaneidad su poesía. Un poema no es más contemporáneo porque en su forma exhiba un código computacional, ni es menos contemporáneo porque esté forjado por simples palabras. La poesía es algo que siempre está más allá de su propia envoltura. Y eso lo debe intuir cualquier poeta.

Quizás su título esconde su naturaleza. Esa idea de que estamos frente a residuos de arte. Las egagrópilas son las bolas formadas por los restos de comida no digeridas que algunas aves carnívoras vomitan. Aunque tal vez estamos frente a poemas desechados que no hallaron un sitio en otros libros del autor, y que él decidió entregarnos de este modo.

jueves, 25 de junio de 2015

lunes, 27 de abril de 2015

Este pan masticar, con letras escritas

Libro compartido con los poetas José Carlos Yrigoyen y Maurizio Medo. Traducido al checo por Petr Zavadil, y publicado por la editorial Fra. Tiene 305 páginas, tratándose así de una muestra considerable de cada uno de los autores.
     Aunque no entiendo nada del checo, puedo observar que al final de cada muestra existe una poética del autor. Así como al final de todo el libro aparece un epílogo crítico escrito por el mismo Petr Zavadil.
     Su título, el que nos fue consultado hace algún tiempo, fue tomado de un verso del poeta Paul Celan: Este pan masticar, con letras escritas.

jueves, 23 de abril de 2015

¿Para qué poetas en tiempos de esplendor?

"La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista."
COHEN



Ha muerto la cabeza: El mundo está de moda. Y siendo esto así: todo, incluso hacer poemas, está de moda.

     Hay una exacerbación mediática que aqueja a toda la sociedad y de la que ni siquiera los poetas pudieron escapar. La poesía tenía antes su cabeza sumergida en la indagación de la verdad. Se hacía contra las máscaras y alumbraba con desgarramiento único aquello que las grandes mayorías no podían observar por el amaestramiento de sus sentidos. Sin embargo el mundo de las redes virtuales es, por simple lógica de acumulación de amistades, falsa. Es, en la promesa de una popularidad, completamente vacía y mentirosa.

     Entonces me pregunto: ¿Cómo pueden sobrevivir los poetas en un mundo de redes sociales (flashes y mascarillas de identidades hermosas o "salvajes"), en el que todo parecería estar regido por la ley de la popularidad y de "los pulgares arriba"? Pero ¿desde cuándo ser poeta se volvió algo tan chic?

     El mundo que está de moda, de una cabeza muerta, es aquel donde los poetas escriben y escriben poemas contra la vida desde la nada. Aunque la realidad es que a veces escriben desde un imaginario de la vida, sin vivir para nadie ni con nadie sino consigo mismos y persiguiendo la lógica de la acumulación de "los pulgares arriba". Lo que termina dejando un rastro de futilidad, tristeza y maquillaje (photoshop) en su apresuramiento artístico.  ¿Poemas con los labios llenos de botox?

     Pero ¿cómo escribir poesía en un mundo carente de silencio? ¿En un mundo de tanta información bombardeando nuestro cerebro ofrecido a su compra y venta, y donde, hasta los poemas, han pasado a ser mensajes reciclados de recetas y frases pegajosas? ¿Cómo escribir poesía en una realidad en la que el poema parecería haberse convertido en otra forma de obtener atención en las plataformas virtuales; y donde su valor se da precisamente por la cantidad de amistades (de popularidad -entonces) que tenga su autor? Me explico aquí: desde que estas plataformas existen, todos son actores y editores de sus propias vidas. Todos son entonces puro espectáculo.

     Los poetas se han visto reducidos además a la necesidad de alimentar sus identidades, sus perfiles -digamos-, bombardeando una severa cantidad de versos reproducidos como brillante esputo mental. Poemas y versos peleándose a codazos, tirándose de los cabellos en todas estas plataformas, pidiendo porque esta vez se llegue a los doscientos "pulgares arriba" ¿O por qué no a los mil? Ya no importa si los poemas son buenos o malos. De hecho: ya nadie lo sabe. Lo que importa es la promesa de esos pulgares arriba, apuntando al Cielo. Pero también están quienes -en un extraño gesto de autocrítica- abandonan las redes sociales, para volver después de un tiempo y explicar (¿a quién o a quiénes?) el por qué de su desconexión virtual. Gesto que recuerda más al de una actriz que ha desaparecido de las tablas por un tiempo y vuelve después de su autoexilio para anunciar en una rueda de prensa su nueva película.

     Si ha muerto la cabeza, estos poemas paridos de la más colorida moda, reproducen un alarido descomunal, un ruido ensordecedor, que no termina siendo otra cosa que eso: ruido. Porque la poesía no puede sino crearse en soledad. Y no puede sino venir de un sentimiento profundo de contemplación interior. Y: hacia afuera. Estos versos o poemas creados por la necesidad de generar un contenido inmediato para abastecer al animal hambriento de la red terminan cayendo en un pobre sinsentido o en pura cursilería. O en el mismo exhibicionismo que aqueja a toda la sociedad.

     Además cierta idea de la actualización y des-actualización de la poesía recorre este drama (y es un drama porque incluso levantan sus puños los poetas cuando X autor o Y autor ha sido incluido en una muestra de poesía en un X o Y blog de importancia -para ellos- mundial) ¿Pero cómo se des-actualiza algo tan vital que se encuentra envuelto en lenguaje vulnerable a cada lectura como un poema? Y esto rodémoslo hacia otras artes. Por ejemplo: ¿cómo se des-actualiza un cuadro de Da Vinci o de Dalí?

     Ahora no hay silencio, ni creativo ni vital. Ese silencio, ese ausentismo del poeta para con el mundo que lo separa del suyo, y para consigo mismo, es quizás la fuente más importante para la creación. Yo aún recuerdo el pasado sin teléfonos móviles inteligentes, sin wi fi en todas los centros comerciales, cafeterías y parques. Recuerdo la calma de la lectura y de ir acumulando un verso por horas hasta llegar a casa.
     El silencio es el cuerpo mismo donde sucede la reflexión de un dolor o de una experiencia que hallará las palabras encueradas y necesarias para unir lo indecible con las formas terrestres, esas sí reconocibles en el mismo duelo que practica una escritura.
     Pero sin ese espacio oculto de indagación, de duelo, de temblor y de arrepentimiento (incluso), ¿cómo puede crear un poeta?

     Hace menos de un año, en un encuentro en Guayaquil con Javier Vásconez, mantuvimos una agradable conversación sobre sus libros y los míos. Se trató de una charla en la que fluyeron con libertad los horizontes creativos, así como las dudas, los orígenes y las indagaciones literarias que coexisten entre un narrador y un poeta.

     Dentro de nuestra charla apareció -no se si fue su culpa o la mía- el tema sobre el estado actual de la poesía. Aquí vale especificar que "el estado actual de la poesía" tiene más que ver con el "estado actual de los poetas", lo que quizás asumo e intuyo, nada tiene que ver con la Poesía. 

     Javier expresó en aquella reunión su extrañeza por verme a mí tan negativo con la poesía, y tener que él, siendo precisamente un narrador, salir a su defensa en reiteradas ocasiones.

     Pues bueno, el asunto va y no va por ahí. El asunto además sería: ¿por qué pierdo mi tiempo escribiendo esto? Y me respondo que no lo pierdo, que acaso estoy ganándolo, porque son muchísimas las páginas copadas por mi silencio, y prefiero ahora empezar a llenar unas cuantas para algunos amigos, y para la recreación de mis propias indagaciones.

domingo, 5 de abril de 2015

El sistema de Panero



"La vida es un cuento
dicho por un idiota 
lleno de ruido y de furia"

SHAKESPEARE CITADO POR PANERO



No creo que alguien haya conocido verdaderamente a Leopoldo María Panero. Quizás muchos años atrás, cuando era joven y se perdía en las marchas, puede ser. Pero al hombre que escribió esos maravillosos y desgarradores poemas no.

   Lo cierto es que Panero, desde hace unos veinte años, era ya la cáscara de un hombre. O era, a claras luces, el personaje del poeta decadente creado por él mismo. Conversar con él (cosa increíblemente difícil) era sólo asistir a las expresiones y celebraciones de su irracionalidad y delirio.

   Murió el año pasado, curiosamente poco tiempo después de que muriera su hermano Juan Luis. Dejando, además de las dos recopilaciones publicadas por Visor (1970 - 2000 / 2000 - 2010), un poemario titulado La Rosa enferma, publicado posteriormente por Huerga & Fierro editores. 

   Dentro de su extenso trabajo lírico prefiero sus primeros libros a los últimos. En esos libros hallo la fuerza, la creatividad, la experimentación, la suelta tuerca de la genialidad y la erudición asomando en cualquier momento. En sus últimos libros, quizás en los que comprenden casi toda esa última década recopilada (2000 - 2010), oigo el latido cansino de un caballo que agoniza aburrido mirando hacia el cielo y opta por repasar sus hazañas antes de que le llegue el disparo final de la niebla. Antes de entrar a la Nada. La Nada que es el poema, según Leopoldo.


   Estuvo en Guayaquil, hace cinco años; y puedo dar por sentado que la mayoría de las personas que aseguran haber compartido con él y haberle hecho una entrevista, lo más seguro es que hayan debido inventar gran parte de dichas entrevistas tomando fragmentos de algunas anteriores, así como de reseñas y conversatorios antiguos, que pululan por todas partes por la red. Lo que implica -de cualquier modo- un juego literario. Lo cierto es que Panero estaba montado sobre la identidad de Panero, lo que quiere decir que repetía y repetía frases cortadas de su autoría, delirios enigmáticos que muchas veces comprendían conspiraciones y envenenamientos que habría estado a punto de padecer perpetrados por la CIA o el gobierno de España, así como citas de otros autores. La atención sobre él lo animaba mucho. La falta de atención sobre su persona lo irritaba hasta el punto de que se levantaba abruptamente a fumar y volvía después de cinco segundos para comprobar si en la mesa ya había girado la conversación sobre él. 

   Era tan grande su desconexión vital, su destierro humano, que no se me ocurría cómo haría Panero para cobrar las regalías sobre las ventas de sus libros. O para leer y escribir. O para sobrevivir (él -o su personaje- ni siquiera podía manejar dinero para las compras más ordinarias). Recuerdo incluso que en algún momento, dentro de la Feria del Libro en la que estábamos, se sorprendió al hallar en una librería un tomo de sus cuentos completos. Lo que lo arrojó a solicitarle al librero que se lo regalara. No quería desprenderse de su propio libro. 

   Particularmente he admirado -y admiro- su obra. Incluso escribí alguna vez una aproximación a su trabajo para un evento en el que proyectamos la película El desencanto, en el 2006.

  Conocerlo me despertó. De hecho, me conmovió. Pues su figura se me hacía como la de un dios arruinado. Un dios arruinado por la poesía. O, para ser un poco más preciso: era un hombre que se dejó consumir por la identidad genial de un poeta desbordado al que no le importó morir doscientas veces con tal de seguir plasmando su arte. Y así -y de a poco ¿a poco?- regresamos a la imagen del artista sufrido y consumido por su maravilloso arte. Un dios arruinado dejando su creación para el mundo. Los mismos lectores y otros poetas (una gran mayoría) cometemos el error de perpetuar y/o perseguir la imagen estridente de un poeta maldito. Porque la vida misma parecería decirnos: ¿Cómo no amar la leyenda de un salvaje despojo en el que habita un genio? ¿Un genio dentro de una botella de Coca-Cola?

   Sí, es cierto: el dolor es una fuente para el poema. No cabe duda. Y, sí, es cierto: hay vidas tan trágicas (y de una irracionalidad inhumana) de algunos autores que no sé en qué punto aquello -en nuestra percepción- se convirtió en una plataforma de valoración artística. La vida también se hizo poema -dijo Hölderlin besado por Scardanelli quien abrazaba a Salvator Rosa mientras tocaba el piano.  

   Pero el asunto real (volteando lo real a lo real para los otros -quienes tampoco existen) es que Panero supo calzarse el cuerpo de su personaje por años. Siendo así, asumo que el hombre que escribía y revisaba sus manuscritos y cotejaba correcciones con sus editores e incluso enviaba sus libros a concursos (estuvo concursando con un libro cuando le llegó la muerte), no fue mayormente visible. Ese hombre vivía a la sombra de su desquiciado personaje. Del increíble poeta que todavía es.

   Ahora: los Bukowskis del mundo deben estar de luto desde que Panero existe. Y los Paneros del mundo seguirán ruleando hasta que arribe otra escultura auténtica a la demencia. Pero esto, percibo, nada tiene que ver con la poesía, nada tiene que ver con la obra, nada tiene ver con el arte. Porque poetas hay desde banqueros hasta boxeadores. Y eso, repito, nada tiene que ver con la obra, con lo que nosotros como lectores queremos apreciar, sudar y aprehender. El gusto por lo biográfico y lo autobiográfico me parece más un síntoma vanidoso de nuestro tiempo (habría que revisar con atención cómo van apareciendo más y más libros de este género en las librerías -desde Baudelaire pasando por Hitler hasta Steve Jobs, por ejemplo). Es verdad entonces que la vida termina siendo un cuento dicho por un idiota.

   Pero prefiero concluir mi comentario sobre Panero citando a Túa Blesa, quien a su vez cita al mismo poeta en el segundo tomo de su Poesía Completa (tanta re-citación paneriana): "Todo lenguaje es un sistema de signos y, como tal, requiere revolución."