Demanda de más valor ir contra la
corriente, tener razones por cuenta propia, informarte y atreverte a decir, a
pesar de que aquello pueda costarte el exilio de tu mundo, que sumarte a una
masa que pretende organizar la realidad haciendo eco de tendencias. Las redes impulsan
a un colectivismo espectral, a ratos, irracional y violento. Y a ratos,
necesario y conmovedor. Lo que allí sucede es un espectáculo diario que nos
produce aversión y entretenimiento, mientras alguien más lleva la cuenta de la acumulación
de algoritmos en que nos terminamos convirtiendo. Quizás estamos arribando al
momento en que debemos defendernos de Facebook (dueño de Instagram y de Whatsapp),
en tiempos donde lo que dices aparece de pronto en tu email. Parece un acto de
magia, pero se llama publicidad e invasión de privacidad. Aunque a nadie le
importa. Porque tenemos problemas más urgentes.
Como el machismo que campea en la
literatura nacional.
En
este mismo medio leí el año pasado, por tres días consecutivos, varios artículos
que denunciaban cosas al respecto, como el escaso protagonismo de la mujer en
las letras ecuatorianas, la falta de apoyo y los seudónimos que debieron
emplear para escribir. Eran artículos con entrevistas a escritoras, a quienes
respeto y estimo, que terminaban de algún modo plasmando en la mente del lector
la idea de un país dividido en el que los hombres se habían repartido el botín
literario, apartando a toda mujer que se les pusiera en frente. Artículos que
seguían la línea de poner en evidencia una desigualdad (desigualdad que es
necesaria exterminar; ya que no hay manera de justificar el machismo social con
el que crecimos y, algunas veces, terminamos reproduciendo) más que la
intención de generar una discusión.
Principalmente no concordé con la
acotación sobre Gabriela Alemán. Debo decir, desde mi experiencia -que es desde
donde escribo esta columna para el lector común-, que cuando empecé a viajar a
ferias y congresos literarios internacionales, hace quince años, siempre me
preguntaron por esta autora. Publicada y reconocida ampliamente en otros
países. Más que por Javier Vásconez, que es lo que apunta una cita de ese
artículo. Tampoco concordé con el ninguneo de la crítica y la falta de atención
a una autora como Sonia Manzano. Quizás porque mucha de la crítica literaria (reseñas,
no textos de investigación) en este país no es otra cosa que una fabricación de
elogios pactados previamente entre un grupo de amigos con cierto poder en el
medio. Y porque la construcción literaria de los cánones en Ecuador ha sido
realizada por hombres pero también por mujeres. De hecho, valdría revisar esto,
pero podría asegurar que he leído más crítica literaria elaborada por mujeres
que por hombres ecuatorianos. Sobre todo en los últimos años.
Incluso, en el mismo artículo se tensa una
contradicción, cuando se expone que la poeta Sonia Manzano[1]
no solo recordaba a su madre como un apoyo para publicar sus primeros libros,
sino también a tres hombres: Euler Granda, Carlos Eduardo Jaramillo y Rafael Díaz
Ycaza.
No se debe negar el machismo, pero tampoco
se puede pecar de engordar una pesadilla (en nuestra literatura) para colaborar
con una tendencia que persigue cabezas y aguarda por linchamientos. Quien no
escucha razones no las requiere. Leo en Wikipedia
que el libro Bruna, soroche y los tíos de Alicia Yánez Cossío, obtuvo
el Premio Ismael Pérez Pazmiño en 1971; y que «varios escritores varones que
también habían participado en el concurso criticaron la victoria de Yánez,
acusándola de haber plagiado Cien años de
soledad». Argumento sobre el machismo del que se continúa tirando por una
entrevista de 2010 donde la autora relató esto. Sin embargo no se da nombres de
los escritores que la acusaron. Y al tratarse de otros participantes que
perdieron, pues es lo más lógico. A veces, pasiones y controversias se desatan
después de un fallo. La información que sí aparece, en cambio, es como
Francisco Tobar García declaró la publicación como «el nacimiento de una gran
novelista»; o lo que escribió Michael Handelsman: «la novela más importante que
una mujer ecuatoriana haya escrito». Y lo aseverado por Benjamín Carrión: «que
Yánez había creado una nueva forma de novelar en las letras patrias».
Desde mi experiencia como editor en Fondo
de Animal Editores, puedo contar que nuestra primera publicación fue La edad anaranjada de la poeta uruguaya
Marosa Di Giorgio en el 2012. A quien jamás seleccioné por ser mujer, sino por
su enorme calidad. Y como lector y fan, vale resaltarlo, he leído y tenido la
fortuna de mantener amistad con poetas como Luisa Futoransky, Victoria Guerrero,
Paula Ilabaca y Carmen Berenguer, entre otras. Y en Ecuador, Sonia Manzano,
Aleyda Quevedo, María Paulina Briones, Rocío Soria, Andrea Crespo, Ana Minga y
Mónica Ojeda. Potentes poetas a quienes en algún momento reseñé, edité o incluí
en antologías. De la literatura más reciente, reconozco en Amanda Pazmiño una
voz importante que aportará mucho en la poesía. Así como guardo, de los
talleres que di en 2017 en la Universidad de las Artes, la agradable sorpresa
de presenciar el nacimiento de una poeta increíble y genuina como Melanie
Moreira. Algunos textos suyos se publicaron en la antología Tela de araña. Textos y pre-textos, que
preparamos con el escritor Huilo Ruales.
Yendo un poco más atrás, en el año 2002
asistí por primera vez al Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana Alfonso Carrasco Vintimilla, que es el
más importante espacio de diálogo sobre nuestras letras, seguido de cerca quizás
por el Congreso de Ecuatorianistas. Ese pequeño mundo, uno que está siempre de
espaldas a la verdadera política, a la real economía de las gentes, a los
verdaderos sufrimientos (porque debemos dejar la demagogia, los escritores
hacemos política con la literatura, de acuerdo, pero desde cierta abstracción;
la literatura jamás podrá recuperar la vida de millones de víctimas de la
economía y la política), contaba con críticas literarias, poetas y escritoras
que eran sumamente respetadas. Entrego nombres: María Augusta Vintimilla (quien
dirigía el Encuentro y lo dirigió por algunos años más), Cecilia Ansaldo, María
Rosa Crespo, María Eugenia Moscoso, Sara Vanegas, María Fernanda Espinosa, Mercedes
Mafla, Gabriela Alemán, Catalina Sojos y Jackeline Verdugo, entre otras. Todas
ellas, excelentes expositoras. Capaces de desbaratar cualquier argumento y de
levantar análisis y estudios necesarios sobre lo que ocurría en nuestra
literatura. Así como sobre lo que ocultaba también nuestra literatura. Y esa es
la imagen que preservo: la de un país con una realidad literaria donde las
mujeres y los hombres convivían dentro de un margen de respeto y admiración
mutua. Por ejemplo, en las Memorias del Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana del
2008 se pueden registrar más de veinticinco conferencias, mesas y diálogos
protagonizados por mujeres.
Para que esto no quede como la ensoñación
de un poeta de veinticinco años que asistía por primera vez a un Encuentro, ahora
quiero moverme aún más atrás, a mis años como estudiante en la Universidad
Católica Santiago de Guayaquil. A mí no se me olvida quienes fueron mis maestras.
Considero que no está de más asentar que no hay oficio tan generoso y exigente
como éste. Y que aquellos que contamos con la fortuna de al menos haber tenido
un buen maestro en nuestra vida lo recordaremos para siempre.
La Facultad de Comunicación y Literatura,
en el año 1997, estaba encabezada por la decana Cecilia Vera de Gálvez (a quien
le debo mi entusiasmo por Cortázar, y otros autores); Cecilia Loor; Rocío
Castro, quien daba Semiótica; Catalina Arosemena, rigurosa profesora de Lengua;
Cecilia Ansaldo, Mónica Franco, Gilda Holst, Norma de Luca, Carolina Andrade,
Raquel Nolly y María Augusta Centeno, entre otras. Sí, hace veintitrés años. No
puedo aseverar que eran la mayoría, esto lo desconozco, pero sí puedo asegurar
que eran de una importancia vital. Que imprimían en los alumnos una admiración
y un temor reverencial. Y que sus clases fueron fundamentales para quienes estábamos
allí para aprenderlo todo. No puedo imaginar la realidad llena de desigualdades
que les tocó vivir, ante la que decidieron formarse y luego formar estudiantes.
Tampoco es fortuito el hecho de que futuros premios nacionales (e
internacionales) hayan salido precisamente de sus aulas.
Quizás valga traer a colación en este momento los talleres literarios de
Miguel Donoso Pareja, por donde pasaron un sinnúmero de escritoras: Gilda
Holst, Mariela Manrique, María Leonor Baquerizo, Lola Márquez, Liliana Miraglia,
Martha Chávez, Ángela Arboleda, Carmen Vásconez, Maritza Cino, Yanna Hadatty, entre
muchísimas más. Miguel Donoso jamás rechazó en sus talleres a una mujer por ser
mujer. O escogió más hombres por el simple hecho de ser de su mismo género. Su
criterio, así me lo parece, se guiaba por lo netamente literario.
En mi biblioteca reposan Diez escritoras ecuatorianas y sus cuentos
de Michael H. Haldelsman, publicado en 1982; y Cuentan las mujeres: Antología de narradoras ecuatorianas de
Cecilia Ansaldo del 2001. Otro ejemplo a considerar es la antología Mensaje en una botella, de los
talleristas de Miguel Donoso Pareja, publicado en 2002, donde hay seis mujeres
y cuatro hombres incluidos. Libros muy recomendados; allí el lector podrá
encontrar joyas como La marcha de los
batracios de Lupe Rumazo. Y nombres de autoras poco recordadas como Carmen
Acevedo Vega y la cuencana Mary Corylé.
En la actualidad, y esto es algo que lo
sabemos los escritores que damos talleres y asistimos a charlas de nuestros
libros, son las mujeres quienes leen más que los hombres. En Guayaquil es así;
lo he comprobado en la Feria del Libro, en mis charlas y en mis talleres con
PalabraLab. Es bueno que así sea. Y me alegra pensar que la literatura, ante
una realidad de satisfacciones inmediatas y de redes que perpetúan la
distracción, siga creciendo. Que no mueran la escritura ni la lectura.
Una fuerte presencia de mujeres en nuestra
literatura es lo que vi. Pero también de hombres, por supuesto. Y la
desigualdad, como una consecuencia histórica, es tan real en el mundo del arte
como lo es en el mundo del deporte y de otros oficios. Sin embargo jamás
participé de una mesa, asamblea, jurado ni diálogo donde estuvieran hombres decidiendo
entregarse recompensas, premios, publicaciones, puestos de trabajo, por el mero
hecho de ser hombres con órganos masculinos. Y es en esta falacia, en esta
construcción pública de un supuesto delito, obviamente comprobable desde la
desigualdad histórica[2],
en que observo una escalada de odios y ensañamientos. Algo que, al parecer, bajo
la consigna de «los hombres vienen haciéndolo por años», lo que pretende
normalizar es la corrupción y el arribismo de los clanes en las esferas de
nuestra literatura.
Nuestra literatura, la ecuatoriana, que es
de la que hablo (no me atrevo a expresarme de otras), adolece de la
conformación de clanes desde la capital que persiguen una carrera por el canon.
Y de esto hay indicios. Y secuelas que incluso son rastreables en textos de crítica
literaria y de colegio (por ejemplo, el texto Lengua y Literatura que distribuye el Ministerio de Educación tiene
enormes, realmente enormes ausencias). Valdría para algo contabilizar con
rigurosidad cuántos autores que no residen en Quito accedieron a los Fondos
Concursables (que de por si tienen problemas), en la modalidad artes literarias
y narrativas, en los últimos tres años, para poder continuar con sus trabajos en
un medio tan difícil como es el nuestro. Donde ser al mismo tiempo librero,
editor, escritor, profesor y publicista parece ser la única consigna, la única
posibilidad para sobrevivir de la literatura. O cuántas editoriales –no
quiteñas- forman parte del Plan Nacional de Lectura para las ediciones que se
darán este 2020. O si el número de escritores y editoriales que viajan a las
ferias internacionales posee alguna equidad, no sólo de género, sino por
regiones. Conozco autores que no han viajado ni una sola vez, invitados por el
Ministerio, y que cuentan con obra publicada.
Nuestra literatura adolece de autores no
visibilizados: hombres y mujeres. Desde David Ledesma hasta Lupe Rumazo. Desde
Hugo Mayo hasta Ileana Espinel. Así como de gente que ubica a sus amigos en
puestos como editores o directores sin pasar por concursos públicos aunque se
paguen esos sueldos con dineros públicos. Sólo porque son de su cofradía. Gentes
que se premian y se ponen de jurados sin la menor vergüenza.
Abro paréntesis: se concursa por razones
monetarias y editoriales. Un premio siempre estará ligado a la mirada estética
de un jurado conformado con cierto azar (¿?). No es ciento por ciento una
garantía. Pero, por otro lado, restarle valor a un premio tampoco es la solución. Ante una realidad literaria
como la nuestra, de pocos lectores (porque ¿cuántos libros vende un poeta o
novelista ecuatoriano al año? ¿60? ¿100? ¿Menos? Preguntar a libreros), un
premio legitima lo que no puede hacer una lectoría. Es algo que terminará
justificando que esos autores aparezcan el día de mañana en libros de estudio para
colegios, y accedan a cátedras universitarias o puestos importantes burocráticos
de gestión cultural.
No es posible exigir pruebas sobre si un
concurso fue o no manipulado. Porque ¿qué hay que entregar? ¿Audios? ¿Mensajes
de texto entre los jurados? Es absurdo pedirlas. Si los jurados no discuten, si
hay una agenda previa, si no se quiere oír argumentaciones, porque una mayoría,
en amistad y contubernio, tira hacia un solo lado, eso es todo lo que hay. Pero
es suficiente. Este medio literario es pequeño, tan pequeño que todos conocemos
a casi todos sus miembros, y el móvil de ciertas dinámicas grupales. Entonces
lo que nos queda es realizar preguntas como las que haré a continuación, con el
ánimo de que algún lector se las realice en el futuro: ¿Por qué se repiten por años
consecutivos los nombres de algunos jurados de los Premios del Municipio de
Quito? ¿Se los elige a dedo o por concurso? ¿Bajo el paraguas de cuál argumento
un periodista y editor, sin trayectoria en la crítica de poesía o edición
literaria, se convierte en jurado de un premio internacional de poesía en
Cuenca? ¿Qué significa que una novela de una autora ecuatoriana que cosecha
lectores y reseñas favorables, no alcance ni una mención de honor en los
premios del Municipio de Quito, pero un año después termine como finalista en
la Bienal Internacional de Novela Mario Vargas Llosa?
Por eso nuestra literatura es inmadura. No
solo porque no tolera las críticas. Sino porque fabrica una realidad ilusoria.
Pero no importa. Porque, en definitiva, ¿qué entiende de poesía un banquero que
entrega un premio en metálico? ¿O un Alcalde y un Ministro que delegan? Y esto
es algo que viene sucediendo desde hace décadas. Y poco tiene que ver con el
género sino con colonialismos, comportamiento tribal y menosprecios no
superados.
Únicamente en un país como el nuestro, por
ejemplo, un autor como Antonio Gamoneda (Premio Reina Sofía y Premio Cervantes)
no logra pasar la etapa preliminar de un concurso de poesía. Y esto no se trata
de óptica ni de gustos. Porque este ejemplo, por pequeño que parezca, lo exhibe
todo. Ese mínimo gesto podría compararse con el que en una hipotética bienal de
pintura en el Ecuador, del siglo pasado, un jurado ecuatoriano descartara el
trabajo de Pablo Picasso. Un ridículo histórico que no debería olvidársele a
nadie.
No caer en provocaciones en estos tiempos
ya es un mérito. Cuando gané el año pasado el Premio Miguel Donoso Pareja, se
aclaró en un artículo que «este premio lo habían recibido hasta ahora cuatro
hombres». Aclaración que era una provocación más que cualquier otra cosa. No se
le mencionó al lector que acaso era yo el más joven en ganarlo. O el segundo
guayaquileño. Se quiso dar a entender al lector algo parecido a esto: ojo, aquí
pasa algo, quizás se trate de hombres premiándose entre ellos. Lamentable y sin
piso, porque a este concurso se presentan obras con seudónimo, por lo que el
jurado no puede saber con certeza si quien ha escrito una obra es hombre o
mujer. O tal vez se trate de otra consigna. ¿Quizás se trata de que debe
premiarse a una mujer a como dé lugar?[3]
Cosa que sí me tocó presenciar. Aunque en otro país.
El año pasado, en calidad de jurado del
Premio Iberoamericano Pablo Neruda, presencié cómo dos poetas chilenos (Manuel
Silva y Mauricio Redolés) optaron por votar por una poeta por el hecho de que,
argumentaron así frente a la Ministra de Cultura de ese país, había existido
décadas de discriminación. Y aunque ambos vates aceptaron ante la prensa no
haber leído a dicha poeta antes, se sentían felices por realizar tal reivindicación.
O sea, se entregó un premio a una poeta, de calidad por cierto, pero no por
razones literarias. Sino por hacer lo políticamente correcto.
En todo caso, a estas alturas, ya
deberíamos saber que lo políticamente correcto es el camino hacia la muerte del
arte.
[1] Sonia Manzano, gran
poeta, pianista y novelista, fue la primera Subsecretaría de Cultura (2007-
2009) del Guayas, cuando se formó el Ministerio de Cultura. Ya para entonces La
Casa de la Cultura de Quito había reunido su poesía en la colección Poesía
Junta. Y había ganado su tercer premio literario. Además de aparecer en la
colección de las novelas publicadas por La biblioteca del Municipio de
Guayaquil, bajo el cuidado de Javier Vásconez.
[2] Nuestro
país, machista y discriminador (pero sobre todo con las etnias), ni de lejos
puede intentar asemejarse a sucesos discriminatorios de otras naciones. Aquí,
por ejemplo, no se ha pagado menos a dos funcionarios del mismo rango solo por
el hecho de que uno fuera mujer. Pero sí se ha pagado abismalmente menos a los
escritores ecuatorianos que a los internacionales en las ferias del libro
organizadas por el Estado. Si algo nos ha mostrado la pobre sicología de
nuestra idiosincrasia es que valoramos lo internacional sobre lo nacional.
[3] Quizás es tiempo, para
paliar en algo la desigualdad histórica, que dependencias públicas y privadas
ecuatorianas organicen premios literarios dirigidos únicamente a mujeres, como
sucede en México y España. ¿Y qué hay de las otras desigualdades históricas que
no han sido atendidas?
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