lunes, 17 de julio de 2017

Puntapié inicial: ¿Una nueva generación de poetas suicidas?



De la columna Escritor Lector, del suplemento CartónPiedra

Cuando empecé este artículo, pensaba escribir una reseña sobre el libro Egagrópilas del pintor y poeta lojano Kelver Ax. Sin embargo la factura de su libro y su temprana muerte me llevaron a reflexionar sobre otros cuatro poetas que se suicidaron en el país desde inicios del siglo XXI. Los lectores están al corriente de la llamada Generación Decapitada, grupo formado por los poetas suicidas: Medardo Ángel Silva, Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja y Humberto Fierro. Curiosamente desaparecidos en las primeras décadas del siglo XX. Al parecer, un cambio de siglo genera algún cambio en la sensibilidad, o una ampliación de la perspectiva de la muerte.

En Quito, a inicios del siglo XXI, se suicida Cachivache (nombre con el que firmaba sus poemas Oswaldo Calisto Rivera), con apenas 20 años. En Guayaquil, en 2007, la poeta Carolina Patiño se quita la vida con menos de 20 años. En 2011, en la misma ciudad, la poeta Dina Bellrham de 26 años —o habiendo cumplido los 27— se suicida. Volviendo a Quito, en 2013, la poeta Cecibel Ayala, de 27 años, toma la misma opción. Y para finalizar, en Loja, en 2016, Kelver Ax (nombre con el que firmaba sus libros Kléber Ajila Vacacela) se suicida con apenas 30 años.

Algo los une, aunque aquello que los vincule esté aparentemente en las sombras de lo que late en una existencia en crisis. Sin embargo, literariamente —que es de lo que me compete hablar—, aquello que los une, al menos en tres de los casos (Carolina Patiño, Cecibel Ayala y Kelver Ax), sea el haber elaborado una propuesta inmadura que ha sido preservada por alguna forma de nostalgia nacional ante este tipo de personalidades artísticas. Cuando un escritor toma la opción del suicidio inmediatamente emergen los críticos, los amigos, los curadores de arte, el gran consenso nacional que ve en un muerto a un gran autor. Y no es necesariamente así.

Punto y aparte: los suicidios de César Dávila Andrade y David Ledesma nada tienen que ver con la grandeza de sus poemas. Lo primero es anecdótico, y allí es donde debe residir, en ese lugar donde pueden hasta merodear sus romances. Lo segundo, su poesía, se sostiene en un espacio mucho más amplio y generoso con el futuro.

Carolina Patiño se estrenó con el poemario En las costillas de Adán, libro de corte erótico, asumiendo una postura sumisa que ningún poeta debería: confinarse al género al momento de confeccionar su poesía. Sí, el poeta experimenta el mundo a través del cuerpo (¿y quién no lo hace?), pero su sexualidad no debería convertirse en toda la fuente de su trabajo. Se trata de poemas de corto alcance y que rebotan de un lado hacia el otro en lo mismo: su cuerpo y el desencanto del paraíso. Predomina el erotismo. Algo, en nuestra lírica, revisitado muchísimas veces y que no ofrece al lector nuevas perspectivas.

El cazador fue el primer libro de Cecibel Ayala. Y es un poco más de lo anterior, aunque Ayala hace uso de un lenguaje poético más depurado, menos prosaico (y recurre a figuras femeninas más rebuscadas, como las de la rebelde Lilith y la de la diosa de la fecundidad Ceres) enfrentando al lector a cierta oscuridad y extrañeza dentro de esa batalla con el cuerpo y la posesión del amante.

Se trata de autoras que estaban desarrollando su lírica, y que al tomar el suicidio como decisión, trabaron la evolución de un trabajo que seguramente nos hubiera otorgado momentos de lectura de mayor intensidad.

Punto y aparte: en Ecuador se han editado buenos libros de poesía en los últimos años. Lo que ha sucedido dentro de una avalancha de publicaciones que, desde 2010, ha pasado con una inusitada rapidez y algo de descuido. Sin embargo puedo mencionar algunos libros que encuentro necesarios, y que, a pesar de la diferencia de sus propuestas, son obras bien logradas y que producirán un viaje para el lector de poesía. Por ejemplo: Poesía reunida 1970-2004, de Iván Carvajal; Barrido de campo, de Juan José Rodríguez; B2, de Paúl Puma; El ciclo de las piedras, de Mónica Ojeda; Tratado de los bordes, de María Paulina Briones; Introducción al pánico, de Tyrone Maridueña, y Atar a la rata, de Esteban Mayorga. Este último, de próxima aparición.

En abril de 2016, la Casa de la Cultura, núcleo de Loja, publicó Egagrópilas, del extinto pintor y autor lojano Kelver Ax. El libro había sido galardonado con el Premio Nacional de Poesía Alejandro Carrión en febrero de ese mismo año, es decir que se trató de un premio post mortem, pues el autor había fallecido en enero.

Reparando en su prólogo, debo decir que no me queda claro a qué se refiere su autor cuando dice que «no hay nada de céntrico en estos poemas, sino que la periferia se expresa desde su lugar natural: el intersticio, incluso la clandestinidad» (¿?). Tampoco entiendo la poca crítica que existe hacia su plástica, la que considero de una técnica particular, y que debería tener un sitial.

Egagrópilas está conformado por poemas de diferente fuerza. Al mismo tiempo que de diferente intención. No puede considerarse, por ende, como un libro completo, en su consciente sentido estructural. Lo que tampoco significa que sea un mal libro de poesía. Es simplemente irregular, pero con ciertos poemas de una belleza repentina, como aquel que se titula ‘Atalayas’: no hay Oso que lleve dentro otro oso/ ni un Jaguar que sepa de su nombre/ tampoco un Cardenal sabe que su canto es un canto/ en la carne —extensa noche— / queda el frío de las cosas/ se va el árbol/ se va en su tronco/ y dios se queda/ aunque no esté. Y aquel poema titulado ‘Crossover’, que debe ser uno de los poemas más extraños, de nuestra lírica, que he leído.

El libro abre con un poema a su ciudad (Loja), y de allí comienza a desvariar en su sentido. Hay poemas a un «tú», que es el mismo poeta. Otros poemas están dirigidos a un «tú», que es algún personaje amatorio. Hay otros poemas que aparecen como homenajes y que no trascienden ese sentido (como en el caso de ‘No soy Celan’ y ‘Sobre escritura de Sollozo por Pedro Jara’). Hacia el final del libro asistimos a poemas sobre la guerra y paladeamos unos personajes que parecen formar parte de una cartografía completamente distinta a aquella con la que comenzó el libro: Loja y el bosquejo de la ciudad del poeta, la derrota de la memoria y el dolor de la carne entrando en la oscuridad de los otros.

Un libro de poemas puede ser también una recopilación antojadiza de su autor. Sin embargo, sospecho que un libro debe guardar una estructura que prometa un viaje y no un quiebre del propósito estético que lo organiza. En este caso, Egagrópilas produce una desazón que deja al lector a la espera de un hilo conductor, o de algún poema, que recupere el entusiasmo por continuar su lectura. Celebro, sin embargo, un retorno hacia la palabra despojada del exceso de adornos informáticos, cibernéticos y tecnológicos, que inundaron sus libros anteriores (Pop-up yCu4d3rn0 d3 4r3n4), con el anhelo de dotar de contemporaneidad su poesía. Un poema no es más contemporáneo porque en su forma exhiba un código computacional, ni es menos contemporáneo porque esté forjado por simples palabras. La poesía es algo que siempre está más allá de su propia envoltura. Y eso lo debe intuir cualquier poeta.

Quizás su título esconde su naturaleza. Esa idea de que estamos frente a residuos de arte. Las egagrópilas son las bolas formadas por los restos de comida no digeridas que algunas aves carnívoras vomitan. Aunque tal vez estamos frente a poemas desechados que no hallaron un sitio en otros libros del autor, y que él decidió entregarnos de este modo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por compartir tu opinión.